De entre los 480 recuerdos que Georges Perec anota en su libro Me acuerdo (Je me souviens, 1978) hoy me llama la atención, especialmente, el número 106: “Me acuerdo de que durante la posguerra en París, en el mes de septiembre, había muchas avispas, me parece que muchas más que ahora”. Yo recuerdo que las avispas, atraídas por el dulzor de las uvas, permanecían junto a mi casa durante días, ese mismo mes. Señalaban los lugares de la vendimia.
Recuerdo que en medio de las rutinas del día a día sentíamos que se estaba produciendo un cambio. No necesitábamos mirar el calendario. El viento, más fresco y húmedo de lo habitual, levantaba (como hoy) pequeños grupos de hojas secas que poco antes no estaban ahí. La luz era diferente, más fría y escasa… para entonces ya desayunábamos y cenábamos a oscuras.
Recuerdo que, en esos mismos días, el sonido de las bombas de palenque, a las 10 de la mañana, inauguraba las fiestas en el pueblo de mi infancia. Sugerían, además, que había llegado el momento de comprobar si en el armario guardábamos más de una prenda de abrigo y al menos un par de botas que aguantasen sin problema las lluvias de la nueva estación.
Recuerdo que en septiembre íbamos a la ciudad a comprar zapatos nuevos y un conjunto de invierno para los domingos. Con las fiestas patronales, recuerdo la llegada repentina de un ajetreo particular en varios puntos de la villa: camionetas y tractores cargados de cajas, bajos y naves de almacenaje con básculas, calculadoras, suelos pegajosos y con manchas negruzcas. Comenzaba la vendimia, que marcaba para mí el fin de las vacaciones de verano y la vuelta al colegio. Recuerdo que, dependiendo de mi edad, a veces me tocaba vendimiar y otras simplemente estar atenta a los trabajos.
Recuerdo que mis manos (nunca me ha gustado usar guantes) se teñían de color morado, casi negro, durante varios días.
Recuerdo que el cielo y la madurez de la uva nos indicaban el momento exacto para iniciar la cosecha. Con el paso de los años aprendí que si se recolectaba demasiado pronto, la acidez de la uva provocaba un sabor amargo en el vino. Si por el contrario esperábamos más de la cuenta, la concentración de azúcares se elevaba y el grado alcohólico del vino también. En este caso, se corría incluso el riesgo de que las heladas perjudicaran a las uvas.
Recuerdo una misma camiseta blanca, gastada y enorme, que utilicé durante años para vendimiar. Las manchas se superponían y matizaron con el tiempo aquel lienzo.
Recuerdo al personal que se sumaba en ese momento al trabajo, algunos eran vecinos a los que correspondíamos de la misma manera.
Recuerdo sus fundas, mandiles o ropas informales. Los recuerdo seleccionando los mejores racimos de las vides, cortándolos con sus tijeras, cargando cajas…
Hubo un tiempo en el que también compramos uvas traídas de otras comarcas.
Recuerdo lo enormes que nos parecían esos camiones que las transportaban, su llegada era todo un acontecimiento…
Recuerdo los trajes de aguas, de color verde, que vestían quienes los descargaban.
Recuerdo la báscula manual y cómo los pesos se desplazaban para calcular los kilogramos de uvas utilizadas.
Recuerdo la máquina estrujadora. Allí se volcaban las uvas hasta llenar las tres cuartas partes de dos grandes depósitos.
Recuerdo el terrible ruido que producía; si tenía que pasar a su lado, lo hacía corriendo y tapándome los oídos.
Recuerdo montañas de sacos azules vacíos, empapados con el jugo de las uvas.
Recuerdo que debíamos esperar varios días a que fermentaran los hollejos con el mosto. Los primeros quedaban arriba y el segundo abajo, de ahí que diariamente se calcara la mezcla (lo que los franceses llaman pigeage): se sumergían las partes sólidas para dar color y aroma al vino.
Recuerdo el olor del “bagazo” y también los sonidos que producía junto al mosto durante la fermentación.
Recuerdo llegar a percibir el calor que desprendía ese proceso. Finalizada la fermentación comenzaban las trasiegas. El vino se movía de unas barricas a otras, procurando que no pasaran los posos.
Recuerdo a mi abuelo con su mandilón azul haciendo la trasiega. Un día me dio a probar el mosto, me encantó aquel sabor.
Recuerdo palabras como garnacha, lagar, tempranillo, olas, pipos, moio, treixadura, acios…
Esperado el tiempo oportuno y realizadas las últimas comprobaciones, el vino estaba listo para ser embotellado.
Recuerdo que dedicábamos tardes enteras a limpiar las botellas de cristal para luego rellenarlas. Algunas tenían etiquetas pegadas y costaba mucho sacárselas.
Recuerdo cómo se nos arrugaban los dedos.
Recuerdo que también me atemorizaba encorchar las botellas por si éstas, con la presión, estallaban. También podían romperse en el aparato que empleábamos para llenarlas. El cuello de la botella debía colocarse con cuidado, pues si no se hacía bien, ésta podía escurrirse y caer al suelo. Todavía conservamos en algún rincón de la bodega mucho de ese instrumental antiguo, junto a la báscula, jarras de barro, embudos…
El año pasado volvimos a vendimiar después de mucho tiempo. Creo que lo hicimos por el puro capricho de recordar. De hecho, ya no usamos la estrujadora para que fuesen los niños quienes pisaran las uvas.
Quise regalarles el recuerdo de sus pies teñidos de borgoña, un souvenir de otoño.
GEORGES PEREC – ME ACUERDO
Publicado en 1978, cuando su autor, Georges Perec, trabajaba de bibliotecario en el Hospital de Saint-Antoine, de París, Me acuerdo se ha convertido, con el paso de los años, en un viaje a la memoria colectiva de un país. Este inventario de recuerdos, compuesto por 480 anotaciones que siempre comienzan con las palabras que dan título al libro, ha llegado a ser uno de los iconos de la literatura memorialística de todos los tiempos. Recuerdos de infancia y juventud de uno de los mejores escritores del siglo XX por los que desfilan actores, escritores y políticos, pero también estaciones de metro, boulevares o cines de un París que ya no existe pero que resulta fundamental para comprender el panorama actual de la cultura europea.
«Estos “me acuerdo” no son exactamente recuerdos, ni son, desde luego, evocaciones personales, sino pequeños fragmentos de cotidianidad, cosas que, tal o cual año, toda la gente de la misma edad ha visto, ha vivido, ha compartido, y que más adelante desaparecieron, fueron olvidadas; no valía la pena que se memorizasen, no merecían formar parte de la Historia, ni figurar en las Memorias de estadistas, alpinistas y monstruos sagrados.» Georges Perec.
Texto de Eva Barcala para Taller Silvestre