Hay un instinto primitivo en el afán de recolectar lo que la naturaleza deja a su paso, un afán que existe desde las sociedades mas primitivas, aquellas a las que por ese mismo instinto de supervivencia se les ha denominado históricamente como sociedades “recolectoras”; pues su supervivencia precisamente dependía de recoger lo que la naturaleza les ofrecía, obteniendo de ella todo lo necesario para vivir.
Aquellos recolectores sentían un profundo respeto por su entorno, por la tierra y los paisajes que les rodeaban, pues el acto de recolectar no solo implicaba el hecho de alimentarse, sino también una conexión con el entorno, recorrer el bosque, conocerlo. Es una actividad que corresponde al propio proceso biológico del cuerpo humano, podríamos incluso decir que la condición humana de recolectar es la misma vida, pues en ella no solo esta intrínseca la supervivencia individual sino la de la propia especie.
NUESTRA MEMORIA
Este instinto sigue aun hoy en día arraigado en lo más profundo de nuestro ser, oculto, a veces olvidado, aunque otras veces acude a nosotros disfrazado de arte. Nuestra memoria sólo necesita de un estímulo para despertar de nuevo ese impulso. Al igual que las piezas arqueológicas nos hablan de tiempos y civilizaciones pasadas, las objetos y seres con los que nos encontramos en los bosques nos hablan de unos mundos anteriores al nuestro, de sentimientos primitivos y mágicos que puede ser desvelados por la más sencilla de las formas.
Algunos artistas se despiertan en el presente como esos antiguos recolectores, dejando sus estudios en pos de reconectar con esas voces del pasado, en busca de un diálogo cuyo lenguaje está conformado por un alfabeto de flores y hojas, raíces y rocas: de todo lo bello que la naturaleza nos regala. Son fragmentos que son recogidos por su forma, por su carácter estético, efímero y limitado, pues la naturaleza también respira, vive y envejece. Es la historia de estas flores cosechadas, crecer y a veces convertirse en arte. Un arte que además es preservado con el espíritu del buen coleccionista, que como definía Walter Benjamín en el Libro de los pasajes, consiste en encerrar el objeto individual en un círculo mágico para que nada pueda corromperlo, deteniendo su tiempo para que pueda ser contemplado. Es esa capacidad de contemplación, la que los antiguos pensadores griegos llamaron el Nous, la más alta de las aptitudes humanas; para Platón, la parte más elevada del alma que permite el conocimiento directo, es decir, la intuición de la Ideas a partir de lo tangible del universo.
LO SUBLIME
Preservar estos fragmentos de naturaleza, aun sabiendo que las flores están destinada a marchitarse y volver a la tierra, sobrepasa las limitaciones físicas de nuestro mundo, invocando un sentimiento de los más antiguos y elevados, una sensación que los filósofos llevan siglos denominando “Sublime”. Se trata de todo aquello que aparte de ser admirado por su estética tiene la intención de representa lo ilimitado, un universo entero que ha de ser imaginado y pensado desde lo mas mínimo y frágil. Mediante estas cosechas acude el bosque de nuevo a nuestras vidas, a invadir nuestro hábitat, pero lo hace por representación o sustitución del original, lo cual, ha sido una de las funciones del arte desde que tenemos noción de dicho término. Un bosque que no es figurativo sino fundamentalmente experiencia, anamnesis o recuerdo de una existencia, que cobra en manos de estos artistas-recolectores una nueva vida o se regenera en vida plástica, en un poema que no necesita ser leído, sino que es epifanía, aparición, manifestación de lo Sublime. Se trata nuevamente del Nous, cuya principal característica es que su contenido no puede traducirse en discurso.
En este proceso de creación no sucede que de la unión o fusión de elementos se produzca una tercera forma, no hay un lienzo en blanco ni una intención transformadora, sino conservadora, sugerente y una mirada curiosa. De la recontextualización de esos objetos naturales encontrados se desprenden historias que salen al encuentro de la imaginación de quien los contempla, despertando recuerdos, que finalmente los transfiguran. Se produce así esa poesía que ya no habla tanto de los objetos naturales, sino de pensamientos y relaciones de significado, de una verdad natural que se oculta en los labores que el humano realiza desde sus origen.
EL PAISAJE DE NUESTRO ENTORNO
Vivimos en un presente en el que los instintos de supervivencia han sido mitigados por el exceso de producción y en el que la necesidad ha sido suplantada por esos mismos excedentes. En un mundo en el que hombre y naturaleza cada vez están más separados y que necesita de esos artistas-recolectores, pues el arte es el último eslabón de una cadena que nos enlaza con lo que aun nos hace humanos, lo que nos recuerda de dónde venimos y quienes somos.
En cierto modo, el paisaje de nuestro entorno es determinante, porque fija de antemano qué podemos aprovechar de él y cómo podemos hacerlo; decidir con qué cosas nos rodeamos, de dónde proceden los elementos y artefactos que merecen nuestra atención, supone un compromiso con nuestro propio mundo. Es un afán diario que combina atención y curiosidad, voluntad y perseverancia, con la intención última de recuperar una mirada natural sobre aquello que es habitual y cotidiano. Una mirada que descubre, recrea, imagina y sobre todo que intenta recordar aquello que es desde siempre, incluso aquello que es desde antes de que fuéramos conscientes de nuestra propia humanidad. Así pues, la ardua tarea de estos artistas recolectores hoy en día no es otra que la de regresar a los bosques, buscar esos dioses antiguos y escuchar el susurro de las flores.
Gracias a Oscar Manrique, por este maravilloso texto sobre recolección y arte