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Así nace un copo de nieve

Bastidor de Daucus Carota Silvestre by Taller Silvestre

“¿De qué entrañas llegó el hielo?
Y la blanca escarcha del Cielo, ¿quién la engendró?”

Libro de Job, Salmo 23

Así nace un copo de nieve: moléculas de agua se van “hilando” sobre una fina mota de polvo formando cristales de hielo con base de prisma hexagonal (debido a los enlaces entre el agua, el oxígeno del aire y el hidrógeno). Las variables que participan en su formación (humedad, temperatura…) son tan irregulares, que los vértices de ese hexágono se amplían de infinitas y aleatorias maneras: láminas, dendritas estrelladas, prismas simples…. Es sabido que no hay dos copos de nieve iguales.

Algunas de las claves fundamentales de este proceso fueron aportadas por el naturalista americano Wilson Bentley (1865-1931), quien dedicó gran parte de su vida a su estudio. Bentley, conocido como the snowflake man, fue un granjero autodidacta de Jericho (en Vermont, al noroeste de EEUU) que, cautivado por la belleza de los cristales de hielo -a los que llamaba flores de hielo-, decidió adaptar un microscopio a su cámara fotográfica (sin saberlo, se estaba convirtiendo en uno de los pioneros de la fotomicrografía) para así poder examinarlos al detalle. Sus fotografías terminaron sumando un fondo de más de 5.000 imágenes. Imaginad la dificultad que conlleva un trabajo tan minucioso y delicado como éste, que ha de realizarse con la rapidez que exige la esencia efímera de estas microscópicas muestras. De hecho, la importancia del medio fotográfico, en este caso en particular, no fue solamente el modo en que permitió redimensionar esas pequeñas estructuras, sino también la de “eternizarlas” a ojos del investigador.

Detalle de un bastidor con Ducus Carota by Taller Silvestre

Esa infinitud de figuras que adoptan los copos contrasta con la uniformidad que presenta el manto de nieve final. Acostumbrados a convivir con los paisajes que enmarcan nuestra vida cotidiana, creemos ser capaces de distinguir en ellos cada uno de sus matices. Cuando una nevada los cubre de blanco, borra u oculta parcialmente su intermitencia bajo un mismo tono; reduce el paisaje a una continuidad delicadamente neutra. La nieve provoca que observemos el mundo como a través de un sueño. Una nevada abundante suaviza los perfiles, tanto de los elementos naturales como de las arquitecturas creadas por la civilización; los colores se desvanecen bajo una luminosa opacidad blanca… La nieve silencia el lugar en muchos sentidos, como si el hielo de su base microscópica fuese capaz de congelar, incluso, el ritmo vital de la naturaleza sobre la que se derrama. Por todo ello, podemos decir que, tras una intensa nevada, el espacio y el tiempo se miden desde escalas distintas a las habituales, pues todo aparece suspendido por (o en) la nieve. El paisaje nevado nos (re)descubre un mundo tan irreal como sublime, que nos atrae y sobrecoge a partes iguales. ¿No ocurre con las nevadas, acaso, algo parecido al canto de una sirena? Su belleza nos hechiza, nos llama, nos invita a tocar, a pisar, a moldear o a jugar en (o con) su superficie, tan pura… aún a riesgo de que la nieve siembre de peligros el lugar, como el de vernos aislados en el tiempo detenido que provoca. ¿Es quizás el riesgo uno más de sus encantos?

Daucus Carota Silvestre en bastidor de Taller Silvestre

Cuando la nieve difumina los límites de un paisaje, en buena medida, está convirtiéndolo en un abismo de blancura. La atracción que sentimos por ella está hermanada con eso que algunos llaman la atracción de abismo. A esta pulsión se refirió, por ejemplo, Roland Barthes en su libro Fragmentos de un discurso amoroso: “El abismo es un momento de hipnosis. Una sugestión actúa, que me empuja a desvanecerme sin matarme. De ahí, tal vez, la dulzura del abismo: no tengo ninguna responsabilidad, el acto (de morir) no me incumbe: me confío, me transfiero (¿a quién?; a Dios, a la Naturaleza, a todo…)”.

No sólo la filosofía o la antropología se han interesado por esa ambigua llamada del abismo, también el arte y a propósito, precisamente, del abismo que surge de la nieve o del hielo. Sin irmás lejos, en el lienzo titulado El mar de hielo, de Caspar David Friedrich. En esta pintura, se nos presenta un barco atrapado por enormes placas de hielo en el océano Ártico; asoma su popa destrozada como imagen de una sublime lucha entre el hombre y la naturaleza. Los afilados bloques de hielo, que culminan aquí la amenaza, despuntan contrastando con la estampa adormecedora de un horizonte nevado que sirve como telón de fondo. Curiosamente, las observaciones y fotografías de Bentley revelan una situación similar. En las entrañas de la nieve, como contrapunto a su acolchada e hipnotizante neutralidad blanca, el fotógrafo nos descubre un mundo de prismas diamantinos, de geometría transparente, de perfiles cortantes y destellos del espectro lumínico. Sus microfotografías revelan cómo esa belleza mágica de la nieve germina, originalmente, en otro tipo de belleza no menos sublime, pero sí más sincera en cuanto al peligro desgarrador y silencioso que la acompaña.

Texto de Eva Barcala para Taller Silvestre

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