Ahora que hemos tomado cierta distancia en el tiempo, comparo nuestro “encierro” con la hibernación de una semilla en el interior de su fruto. Vivíamos adormilados, intentando asimilar el presente, soñando desde nuestro refugio, nuestra casa (nuestro fruto). Una casa que, al menos en mi caso, se ha convertido en un punto central inmóvil sobre el que gira el sol, al igual que el fruto que pende de una rama. Y yo me voy desplazando a través de las diferentes estancias siguiendo su luz: desde esa primera ventana orientada al sur, en la que ahora me encuentro, hasta llegar al balcón que da al oeste, donde, hipnotizada por los reflejos y los brillos que se desvanecen poco a poco en la superficie del río que discurre próximo a mi hogar, me despido del sol hasta el día siguiente.