“Al modo de la semilla se esconde la palabra. Como una raíz cuando germina que, todo lo más, alza la tierra levemente, mas relevándola como corteza. La raíz escondida, y aún la semilla perdida, hacen sentir lo que las cubre como una corteza que ha de ser atravesada. Y hay así en estos campos una pulsación de vida, una onda que avisa y una cierta amenaza de que algo, o alguien, está al venir.”
María Zambrano, Claros del Bosque
La primavera está aquí de nuevo: baldíos rebosantes de flores, gramíneas altas y ligeras, hojas recién brotadas, tiernas, de color verde claro; el sonido de los pájaros elevándose, sus danzas en el cielo… Los observo desde la galería, sentada al sol y acompañada de una taza de café, siguiendo una rutina que he adoptado desde hace un año. Desde el momento en que se decretó el confinamiento.
LA HIBERNACIÓN
Ahora que hemos tomado cierta distancia en el tiempo, comparo nuestro “encierro” con la hibernación de una semilla en el interior de su fruto. Vivíamos adormilados, intentando asimilar el presente, soñando desde nuestro refugio, nuestra casa (nuestro fruto). Una casa que, al menos en mi caso, se ha convertido en un punto central inmóvil sobre el que gira el sol, al igual que el fruto que pende de una rama. Y yo me voy desplazando a través de las diferentes estancias siguiendo su luz: desde esa primera ventana orientada al sur, en la que ahora me encuentro, hasta llegar al balcón que da al oeste, donde, hipnotizada por los reflejos y los brillos que se desvanecen poco a poco en la superficie del río que discurre próximo a mi hogar, me despido del sol hasta el día siguiente.
PÍSABAMOS LA TIERRA
Con las primeras salidas “acotadas” que se nos concedieron comenzamos a despertar, al igual que las semillas arrojadas al suelo son estimuladas por el calor y las lluvias de la primavera. En ese momento parecía que veíamos por primera vez las hierbas silvestres de los jardines, disfrutábamos como nunca de los olores de las flores, de las sombras que dibujaban la silueta de los árboles en la carretera… Nos dejábamos guiar por nuestros pies, que nos llevaban por caminos cercanos. Pies que fueron como las alas de la sámara del olmo, que empujadas por el viento, guían a su semilla dirigiéndola a algún lugar vecino donde poder germinar. Sentíamos como pocas veces nuestra propia fragilidad, por el momento único que atravesábamos, pero resistiendo, como la sámara. Pisábamos la tierra que, perteneciéndonos, nunca habíamos recorrido siendo conscientes de ello. Descubríamos paisajes que siendo ya nuestros, jamás habíamos visto realmente.
Las sensaciones eran tan conmovedoras que necesitábamos hacer acopio de momentos tales. Necesitábamos recolectar momentos. Y esto nos condujo a recoger y conservar pedazos de naturaleza. Encapsulamos tantísimos detalles: hojas, pétalos, semillas, cortezas, piedras, flores… Los encerramos en una fotografía, bajo una campana de cristal, en una caja de madera, prensándolos entre dos hojas de papel… Todo para preservarlos, como la memoria que atesora el recuerdo de una primera vez. Mientras tanto nos descubríamos recogidos, encapsulados también en nuestras propias casas.
Tal y como decía esa gran lectora de signos de la naturaleza que fue María Zambrano, la raíz escondida, y aún la semilla perdida, hacen sentir lo que las cubre como una corteza que ha de ser atravesada. La semilla del olmo terminará por germinar en algún lugar, cuando quiebre la envoltura que la abriga, allí en donde su vuelo alado se complete y la planta se abrace a la vida. Pero nosotros, ¿seremos capaces de romper la capa que todavía sigue cubriéndonos para que una vida nueva nazca de entre toda esta experiencia que todavía nos envuelve? ¿Hemos reconocido ya la raíz escondida que antecede a ese futuro renacimiento?
Al modo de la semilla se esconde la palabra. Y con ella, continúo ahora observando mi calle a través del cristal, con la esperanza de que la primavera nos traiga respuestas.
Texto de Eva Barcala para Taller Silvestre